Me encendí un cigarrillo mientras miraba fijamente la
segundera del reloj de pared. Llevaba un sujetador negro de encaje y las medias
negras por encima del ombligo. Tenía unos zapatos de tacón al lado del vestido también
negro que colgaba de la percha delante del espejo. Me había duchado, me había
puesto aceite de argán en las piernas y en los pechos y me había recogido el
pelo en un moño mal hecho que me dejaba la nuca al descubierto. Llevaba tres
anillos finos, de oro, en el dedo meñique de la mano derecha y un perfume poco
ligero que me arreglaba más que los tacones y el vestido. Mientras miraba la
segundera y aguantaba mi cabeza con la mano del cigarrillo en la barbilla,
pensaba en toda la gente que paseaba por las calles de Madrid, en todos los vivos
que ni se dan cuenta. Me giré y miré la parte de cama en la que no estaba
sentada y sonreí cómplice al verla como la viva imagen del orden de alcoba.
Toqué las sábanas como si en el tacto intentara encontrar las huellas de todas
las veces que esas sábanas habían parecido norias que se desplazaban de la tierra
al cielo mientras la segundera del reloj enmudecía. Y me fui a un tiempo
anterior, donde tras quitarme el vestido negro y los zapatos de tacón bailaba
contigo apoyando mis pies encima de los tuyos mientras tú nos hacías vacilar
por la habitación y todo lo hacías para enamorarme adrede. Apagué el cigarrillo,
cambié la canción, bajé la intensidad de la luz y bailé en círculos con las
puntas de los pies deslizándose por el suelo de madera y todo el orden de
alcoba excitándose por inercia.
Y ahí estaba yo, en la longitud absoluta de un
mundo, en la inmensidad de un continente, en uno de los países que cobija, entre
toda la movida de una ciudad, en una calle cualquiera, en la quinta planta de
un edificio, en esa luz tenue que se escapaba por una de las tantas ventanas de
ese patio de luces. Esa era yo celebrando mi juventud justo antes de que a la
vida se le sumara un año.
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