Mucho me pasa últimamente que pienso en escribir cosas que aún no han pasado y claro, no sé cómo empezarlas. Tengo tantas ganas de pisar vacaciones que me adelantaría un par de semanas y me quedaría tan ancha. Creo que el estudio con calor me tiene frita y me paso el día con excusas baratas que aún dan más bajón. No me entra nada esto de levantarme para encerrarme en casa entre folios y folios que me tapan el sol. Además, medio mundo ya tiene un pie en las vacaciones y se hartan de rascarse la barriga. Es típico, si todos estamos en época destrucción pensamos que el de al lado está igual de jodido que tú y esto da hasta ánimos pero, cuando eres el único espécimen que sigue rondando la universidad piensas: tierra trágame y escúpeme en las Bahamas, por favor.
Además, resulta que el tiempo juega en mi contra, que me voy y que te vas y que es un hasta luego pero aún así cuesta. La economía del tiempo no está en mis manos pero ojala pudiese guardar las horas, empaquetarlas por unos días y abrirlas otra vez cuando se haya acabado la cuenta atrás. El verano es un diez y que nadie lo niegue pero cuando hay corazón por el medio y uno se va allí y el otro se larga allá ya es otra cosa, mariposa.
Con el panorama este, aprovecho las tardes noches para escaparme a por cafés o coca-colas que metan dosis extra-large de cafeína para seguir con el tute. Durante estas escapadas hablo por los codos para un desfogue general con algún oyente que de ánimos sin hacerme sentir victimilla porque bastante tengo ya con mi cara color nieve y mis ojeras de pocas horas de almohada.
Pero bueno, ya me lo decía mi padre: cada cumpleaños viene con una caja de obligaciones de regalo, mientras haya cosas que hacer significa que vamos bien, puedes estar contenta y satisfecha. Así que no me voy a quejar más. Igual que el placer por el placer, existe el quejarse porque sí. Y es que a veces, la queja es el alimento de los conformistas.
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