Hay lugares donde las noches sirven para disfrutar de la hipocresía de estar ahí para ganar vendiendo tu imagen. Pero las imágenes siempre son artificiales y si consigues ganar con ellas, tendrás el premio más efímero del mundo: el de la belleza.
Pero hay otros lugares en los que prima la naturalidad y en ellos se encienden las sorpresas, como llamas que iluminan lo que guarda la oscuridad. Y así empezó la noche de ayer, apostando por lo que sabe a indicio de felicidad.
Nos sentamos al fondo, en esa mesa alta con un par de taburetes en la que una vez descubrimos vidas y hasta se revelaron, en secreto, deseos de pasión. En verano todo se torna y resulta un “qué más da”. Y ese bar es el punto de partida de locuras guardadas bajo llave que aumentan nuestra complicidad. Cuando estamos ahí es como si estuviésemos en una película que me encantaría protagonizar, de algún modo, todo sabe a libertad.
Y se intercalaron caras desconocidas con miradas conocidas y se vaciaron copas y se llenaron otras. Y poco a poco las horas se vaciaron y todo el mundo se fue, pero nosotras nos quedamos. Y cerraron las puertas y bajaron las luces y nos tomamos un par de copas más. Y nos contamos un año de nuestras vidas y sonreímos por los cambios. Y nos reímos hasta de nosotros mismos, fuimos capaces de aprender a relativizarnos a nosotros mismos.
Y sacó la guitarra y nos callamos. Summertime y aplaudimos. Hallelujah y cantamos. Y cada uno se dio cuenta de que era posible enamorarse de ese instante irrepetible e incomparable. Y siguieron pasando las horas y las luces siguieron bajando para aguardar a bailes imprevistos. Y me acordé de alguien muy parecido a ese instante, pero el flujo de la vida no es estático. Y seguimos escuchando, mirando, disfrutando, riendo, cantando, viviendo. Viviendo ese cambio de planes que hicimos y sólo por hacerlo ya ganamos. El destino es mi azar favorito.
Y nos fuimos para volver pronto. El Born es nuestro escondite de verano, así que volveremos muy pronto. Como dice la canción: “noches reversibles”.
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