sábado, 7 de diciembre de 2013

Los días embotellados

Los días de sol eran tan pocos que estaban embotellados, los descorchaban como el capricho de un día y luego, vivían en la resaca de todos los días de frío. Se encontraban en la esquina de la plaza, al lado del quiosco, y se saludaban con dos besos, uno teñido por la media bufanda que arropaba la cara y el otro por el desparpajo del viento que desaliñaba la melena. Luego caminaban hacia el café con los dedos de los pies asustados dentro de las botas y con las manos inexistentes escondidas en los finales de las mangas de sus abrigos. Siempre se encontraban a esa hora en la que la parte izquierda del cielo aún aguanta el día y la parte derecha ya se ha puesto el pijama. Entraban en el café y nunca sabían si era la hora del té o la hora de la copa de vino, como si existiera un horario universal para tomar bebidas. Una escuchaba mientras escudriñaba minuciosamente las partes de sus uñas que aún eran comestibles y las devoraba. La otra hablaba de la claustrofobia como si su mente leyera líneas de un discurso ya usado pero en realidad, pensaba dónde iban a parar todos los trozos de uña que la otra capturaba. Una vivía en sus nervios y la otra en su curiosidad. Pasaban del té al vino y la música del café las acompañaba como si también cambiara de acto con ellas. Ahora ya no eran conscientes de la alerta de los dedos de sus pies, y las bufandas habían caído al suelo por la suavidad de la madera de las sillas. Sus mejillas acumulaban el calor como perfectos círculos rojos de energía y sus carcajadas destronaban los efectos de ese té que se acabó hacía ya cuatro horas. Y volvían a casa, con la tontería en los huesos, con la resaca y la excusa de los días de frío en el bolsillo de las horas buenas.