jueves, 27 de noviembre de 2014

Todas las hojas del revés

La calle estaba vacía y parecía enero de hace unos años cuando flirtear con la melancolía se me asemejaba a la adrenalina. Del cielo se precipitaban vivas, aunque arrancadas, hojas verdes del revés. Trapecistas con frescas alas talladas a desmesura y cortadas, en su centro, por una fina línea de luces minúsculas. Deberían sudar el rocío y dejar caer, cristalinas, sus gotas pero la noche abarcaba toda la frialdad de un paseo de retorno a casa en la cresta de la transición. Mis rizos, pesados, me precipitaban a ver a mujeres italianas o francesas, fumando un cigarrillo en la luz de la mañana, solas en casa, después de haber hecho el amor la noche anterior. Y, ligera, me regodeaba por la golosa sensualidad que identifico en los paseos de noche. Cuando todo se me vuelve un baile me peso lo mismo que cuando noto el agua fría que acompaña mi cuerpo moviéndose en el mar. En la calle, los cruces parecían escapes de aire congelado y aún, todas las hojas se apoyaban en la parte más baja de cielo. Pero en mi cabeza y cerca de mi piel, había un halo hirviente parecido a un baile en palacio iluminado por bellas lámparas sujetas en techos opulentos. Mis pies, sin embargo, acortaban, espabilados, la distancia hasta casa como si esa llegada fuera el principio o la continuación de la realidad. Y, en el ascensor, toqué la solapa de mi abrigo porque ahí sí que se había imantado el rocío que había resbalado de todas esas hojas tendidas que se quedaban fuera, dentro de mi imaginación.

viernes, 21 de noviembre de 2014

Me alejo

¿Con qué máscara saldrás hoy ahora que ya desvestiste ese maniquí que yo disfracé para ti? Mientras tú te tomas otra ronda de novedad, yo me alejo. En la pared, veo la foto, que sigo guardando, de una mano que, yo creo, se despide. Y me doy cuenta de que necesito servir la última frase de muchas comas. Hay tres libros en la cama que si los abriera me cambiarían la noche pero hoy sólo quiero alejarme. Veo muchas sillas de aeropuerto en las que me he sentado cuando algo se ha acabado. No reconozco la ciudad, ni siquiera, quién reposaba en mi cabeza cuando pensaba. Pero sí reconozco la sensación de que algo ha terminado porque su curso ha cambiado, no porque haya llegado su final. Y eso, me aleja. Escucho esta canción que va del verano al invierno y te veo, sin reconocerte, en Coronado cuando empezábamos a escribir. Y, de pronto, me olvido del calor y me embriago de los dedos que acarician, suavemente, mi espalda desnuda un viernes de invierno en una noche serena. Se apagan todas las luces y soy esa niña que ni conoces que se atreve a correr cerca de ti por un paseo congelado riéndose de felicidad desbordada. Pero sin todo esto, yo me alejo. Mañana me voy donde todas mis raíces se acuerdan de dónde beben. Y así, me espacio de todo lo que creo a mí alrededor en un día a día desbordado por un motor hambriento que persigue, inexorable. Mi cuerpo, olvidado, sólo quiere alejarse. Tocar el piano de las letras es invocar todas mis teclas para que se desnuden. Y, con este aire que entra, generoso, por la ventana, mi fiebre descansa entre todos los combates que mi mente le propone. Y me invado de un final, que me aleja de un momento y me acerca a otro, como siempre, desde un dulce atisbo de consciencia.