martes, 30 de diciembre de 2014

Tesoro



Me encendí un cigarrillo mientras miraba fijamente la segundera del reloj de pared. Llevaba un sujetador negro de encaje y las medias negras por encima del ombligo. Tenía unos zapatos de tacón al lado del vestido también negro que colgaba de la percha delante del espejo. Me había duchado, me había puesto aceite de argán en las piernas y en los pechos y me había recogido el pelo en un moño mal hecho que me dejaba la nuca al descubierto. Llevaba tres anillos finos, de oro, en el dedo meñique de la mano derecha y un perfume poco ligero que me arreglaba más que los tacones y el vestido. Mientras miraba la segundera y aguantaba mi cabeza con la mano del cigarrillo en la barbilla, pensaba en toda la gente que paseaba por las calles de Madrid, en todos los vivos que ni se dan cuenta. Me giré y miré la parte de cama en la que no estaba sentada y sonreí cómplice al verla como la viva imagen del orden de alcoba. Toqué las sábanas como si en el tacto intentara encontrar las huellas de todas las veces que esas sábanas habían parecido norias que se desplazaban de la tierra al cielo mientras la segundera del reloj enmudecía. Y me fui a un tiempo anterior, donde tras quitarme el vestido negro y los zapatos de tacón bailaba contigo apoyando mis pies encima de los tuyos mientras tú nos hacías vacilar por la habitación y todo lo hacías para enamorarme adrede. Apagué el cigarrillo, cambié la canción, bajé la intensidad de la luz y bailé en círculos con las puntas de los pies deslizándose por el suelo de madera y todo el orden de alcoba excitándose por inercia. 
Y ahí estaba yo, en la longitud absoluta de un mundo, en la inmensidad de un continente, en uno de los países que cobija, entre toda la movida de una ciudad, en una calle cualquiera, en la quinta planta de un edificio, en esa luz tenue que se escapaba por una de las tantas ventanas de ese patio de luces. Esa era yo celebrando mi juventud justo antes de que a la vida se le sumara un año. 

sábado, 27 de diciembre de 2014

Relato de un reencuentro

Entré en el bar donde esa noche nos reencontramos los de siempre, al que si no vas rompes una tradición. Yo ahora vivo lejos y la mayoría viven aún más lejos. Todos somos menos guapos creo, pero más interesantes quiero creer. Y ella, a la que desde hace cuatro años veo una vez al año, estaba más guapa que nunca o igual de interesante que siempre. La chica del bucle de mis recuerdos y todos los bucles de su pelo en los que tantas veces me perdí esa misma noche antes de estos cuatro años en los que ya ni me pierdo una vez al año. Yo que llevaba un par de copas de sobremesa y estaba sentado con mis colegas, sus ex colegas, la vi entrar con sus amigas, mis ex amigas, con un sombrero negro y sus labios. Sus labios a cucharadas, sus labios a mordiscos, su sombrero y nada más, la insoportable levedad del ser en un whisky on the rocks. Se quitó el abrigo sonriéndose cómplice sabiendo que yo tenía los ojos clavados en sus movimientos y mis entrañas clavadas en la melancolía y esa rabia y esa desnudez que me azotaba al sentir que aún me veía sólo con su intuición. Ni una miradita, ni un vistazo, ni un alzar la vista, ni un guiño, ni una sonrisa, ni un nada, nada dedicado únicamente a mí. Ella que me cogía los brazos para sentirse protegida cuando dormía y que lloraba, preciosa, muy preciosa, desmontando ante mi esa fachada que ahora había vuelto a construir y que ahora (¡ahora!) (¡ahora!) Y me miró ahora, de repente ¡joder! ahora una mirada con caída al final, que bien la dominaba esa mirada, joder, pantanos en manos y pies, caída al vacío en el estómago, adrenalina, minusvalía, pensar en mi novia, pensar en mi novia, pensar en mi novia, joder. Mi novia desnuda, mi novia con sombrero, mi novia llorando, mi novia, hijos, navidades con suegros, sin suegros, mis ex suegros… ¿en serio?

-Hola, tú.

-Hola, bien ¿y tú?

Respuestas sin pregunta, un experto, joder. No con ella, ni con sus múltiples respuestas, no con ese cerebro donde billones de chinos hacen horas extra para joderle la vida a cualquiera que un día decida cruzar la primera palabra con ella.

-Bien (sonrisa sin dientes, sonrisita, vamos) Muy bien, de hecho. (seguido de esa ninguna necesidad de contar nada más, todos esos puntos suspensivos traducidos en micro infartos). Y sonrisa con dientes (apaga y vámonos)

-Me alegro (verdad), ¿qué tal tu familia? (recreación de vínculos)

-Muy bien, ¿y la tuya, has cenado con ellos?

-Sí, como siempre, ya sabes (recreación de vínculos toma dos) 

-Lo que no sabía es que tienes novia

Repartidores de periódicos tirándolos en portales de casas, arenas movedizas, terrenos pantanosos, yo en paracaídas, abrir ventanas en calendarios de adviento.
Cogí la copa, miré a mis colegas como quien busca apoyo en su equipo, no quería decirle que sí, un sí era perderla, un sí era casarme con mi novia en su cabeza, un sí era ser amigos, finalmente. Finalmente.

-Sí (acción-reacción, acción ¿reacción?) 

-Yo que justo hoy te iba a hacer una proposición indecente…

Desconexión de cables, fundido de plomos, banquillo, ositos de peluche, gominolas en el cine, corazones de tiza, Love Actually, toda la pubertad hecha amor, no querer quitarle las bragas hasta la tercera cita, tomar vino con ella, joder, que me hable, conocerla una y otra vez, abrazarla fuerte, no querer perderla, no querer sólo proposiciones indecentes, mierda joder.

-¿Cómo? (las dos “os” de la palabra cuales ojos como platillos)

Me mira, sonríe sin dientes, gira levemente la cabeza y me acaricia suavemente el brazo.

-Es broma, Marc, yo también tengo pareja.

Pañuelos blancos en estadios olímpicos, pozos de mierda, cajas en desvanes, el olvido vestido de fantasma viajando por el mundo. Mis colegas se giraron y me miraron como si hubieran sonado las campanas de la iglesia del pueblo como alarmas de fuego.

-Ey tía, que no te habíamos visto, ¿Cómo andas?

Y mientras ella decía por segunda vez que todo muy bien y les sonreía con y sin dientes, me levanté del taburete con la inercia de un esclavo que va a abrazar a un ser querido antes de perder todas las fuerzas y la abracé. Y ella me entendió, al instante, haciendo gala de toda su intuición, me rodeó el cuello con sus brazos y yo le acaricié la espalda con mis dedos como quien explora por última vez el tacto de una montaña que nunca más volverá a escalar. Todas las miradas de los pueblerinos cargándose de chismorreo navideño, mis tres colegas preparando los salvavidas, Mariah Carey en blanco y negro en un videoclip y nosotros cerrando tratos y contratos en un abrazo que me vació y me rellenó. Nos miramos, cómplices, y me dijo que se iba al baño, yo le dije que yo también.
Salimos, a la vez, los dos sujetamos con fuerza el pomo de la puerta, nos quedamos unos segundos uno delante del otro, nos reímos tristes y divertidos, muy sonoros. Ambos habíamos ido al baño a llorar un poco, a descomprimir, a pasar página, al fin y al cabo. Me alzó la mano, se la choqué y la dejé pasar con una sonrisa. Le miré el culo como trofeo, saqué el móvil del bolsillo y llamé a mi novia, no me contestó. Me quedé unos minutos de pie en el pasillo de los baños y barajé la opción de que a mi novia le hubiera pasado lo mismo. Deseé que alguien le hubiera hecho una proposición indecente y que ella la hubiera aceptado. Joder.

viernes, 5 de diciembre de 2014

Esa señora

Me corté las uñas y me las miré, tuve una novia que siempre me decía que las manos era lo más sexy o la más asqueroso de un tío y desde ella, que me cuido las manos. Antes aprovechaba cualquier lámina afilada para limpiármelas cuando estaban llenas de mierda, las páginas de un libro, el punto de libro, los sobres de azúcar, mi tarjeta de crédito… Ahora me las corto una vez a la semana y, a pesar, de que las dejo aterrizar con efecto trampolín en el suelo del baño y luego no las recojo, llevo las uñas limpias. Luego, me puse desodorante y me miré los dos lunares nuevos que tengo entre la axila y la cadera y pensé que debería ir a mi dermatóloga a mirármelos pero esa señora de pelo hombruno y canoso siempre me obliga a dejar de fumar y lo único que me apetece en su consulta es encender una cajetilla entera y soplarle todo el humo en la cara. Me puse la camiseta gris y la dejé caer holgada encima de mis vaqueros de entre semana, me subí los calcetines y caminé hasta el salón. Ahí estaba ella sentada, incómoda, en el sofá, con una nalga en el cojín y la otra en la nada, con los brazos cruzados por encima de su barriga de lana beige con pelotillas. La señora psicóloga de mi compañera de piso que pasaba consulta en mi casa, que se ahorraba el alquiler de un despacho y la compra de un diván y que me miraba con cara de “yo te podría ayudar”, la muy arrogante. Nunca nos hemos saludado, así que levanté levemente la barbilla como quien evita la conversación con un conocido que te cruzas por la calle y entré en la cocina, cerré la puerta y recordé lo que había pasado los diez segundos anteriores. Ella, en su trono, mi trono, ni me había mirado a la cara, había seguido el ruido de mis pasos de calcetín hasta verlos y entonces había sonreído. Desplacé mi mirada a mis pies y vi un agujero en la punta del dedo gordo y una uña inmensa que servía de cuchillo. ¿Los pies también necesitan una puta pedicura? Esa señora de mirada baja y carnes generosas me había dicho en silencio que era el típico treintañero que aún vive con compañeros de piso jóvenes, que no consiguió una novia digna y que seguro que aún come macarrones con tomate de bote y atún como si nunca hubiera acabado el Erasmus. Esa sonrisa era como su maldita tarjeta de visita que casi te obliga a llamarla para que te salve de tu asombrosa vida mientras ella come rebanadas de pan entre paciente y paciente. Me eché un poco de café de la cafetera de mi compañera y no me puse azúcar, esa señora no sabía lo duro que podía ser yo. Me lo tomé a sorbos pensativos, cogiendo esa taza de Polonia que alguien decidió ir a comprar en una triste tienda de artículos turísticos y cargarla en la maleta de mano entre papeles de periódico. La peña no entiende que eso no es un recuerdo, es una puta taza que te lleva a la depresión cada vez que te la acercas a los labios en la misma cocina, del mismo piso, de la misma calle, de la misma ciudad, del mismo país del que no te mueves porque no tienes un pavo. Quería salir de la cocina pero me sentía demasiado fuerte como para volver a cruzarme con ese nenúfar seboso y que me jodiera la vista otra vez. Vi colgadas las tijeras que usamos para abrir las cajetillas de pavo y de queso y las cogí como cuando tenía doce años y leía el diario personal de mi padre mientras él dormía, con esa realeza que te da el pasotismo. Me senté, como pude, en el mármol, me quité los calcetines y empecé a cortarme las uñas una a una, deseando acabar y no limpiarlas. Deseando que mi compañera invitara a comer a la señora psicóloga y que le preparara una ensalada con barritas de cangrejo que cortara con esas tijeras. Que me besara los putos pies sin saberlo.