martes, 30 de diciembre de 2014

Tesoro



Me encendí un cigarrillo mientras miraba fijamente la segundera del reloj de pared. Llevaba un sujetador negro de encaje y las medias negras por encima del ombligo. Tenía unos zapatos de tacón al lado del vestido también negro que colgaba de la percha delante del espejo. Me había duchado, me había puesto aceite de argán en las piernas y en los pechos y me había recogido el pelo en un moño mal hecho que me dejaba la nuca al descubierto. Llevaba tres anillos finos, de oro, en el dedo meñique de la mano derecha y un perfume poco ligero que me arreglaba más que los tacones y el vestido. Mientras miraba la segundera y aguantaba mi cabeza con la mano del cigarrillo en la barbilla, pensaba en toda la gente que paseaba por las calles de Madrid, en todos los vivos que ni se dan cuenta. Me giré y miré la parte de cama en la que no estaba sentada y sonreí cómplice al verla como la viva imagen del orden de alcoba. Toqué las sábanas como si en el tacto intentara encontrar las huellas de todas las veces que esas sábanas habían parecido norias que se desplazaban de la tierra al cielo mientras la segundera del reloj enmudecía. Y me fui a un tiempo anterior, donde tras quitarme el vestido negro y los zapatos de tacón bailaba contigo apoyando mis pies encima de los tuyos mientras tú nos hacías vacilar por la habitación y todo lo hacías para enamorarme adrede. Apagué el cigarrillo, cambié la canción, bajé la intensidad de la luz y bailé en círculos con las puntas de los pies deslizándose por el suelo de madera y todo el orden de alcoba excitándose por inercia. 
Y ahí estaba yo, en la longitud absoluta de un mundo, en la inmensidad de un continente, en uno de los países que cobija, entre toda la movida de una ciudad, en una calle cualquiera, en la quinta planta de un edificio, en esa luz tenue que se escapaba por una de las tantas ventanas de ese patio de luces. Esa era yo celebrando mi juventud justo antes de que a la vida se le sumara un año. 

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