viernes, 5 de diciembre de 2014

Esa señora

Me corté las uñas y me las miré, tuve una novia que siempre me decía que las manos era lo más sexy o la más asqueroso de un tío y desde ella, que me cuido las manos. Antes aprovechaba cualquier lámina afilada para limpiármelas cuando estaban llenas de mierda, las páginas de un libro, el punto de libro, los sobres de azúcar, mi tarjeta de crédito… Ahora me las corto una vez a la semana y, a pesar, de que las dejo aterrizar con efecto trampolín en el suelo del baño y luego no las recojo, llevo las uñas limpias. Luego, me puse desodorante y me miré los dos lunares nuevos que tengo entre la axila y la cadera y pensé que debería ir a mi dermatóloga a mirármelos pero esa señora de pelo hombruno y canoso siempre me obliga a dejar de fumar y lo único que me apetece en su consulta es encender una cajetilla entera y soplarle todo el humo en la cara. Me puse la camiseta gris y la dejé caer holgada encima de mis vaqueros de entre semana, me subí los calcetines y caminé hasta el salón. Ahí estaba ella sentada, incómoda, en el sofá, con una nalga en el cojín y la otra en la nada, con los brazos cruzados por encima de su barriga de lana beige con pelotillas. La señora psicóloga de mi compañera de piso que pasaba consulta en mi casa, que se ahorraba el alquiler de un despacho y la compra de un diván y que me miraba con cara de “yo te podría ayudar”, la muy arrogante. Nunca nos hemos saludado, así que levanté levemente la barbilla como quien evita la conversación con un conocido que te cruzas por la calle y entré en la cocina, cerré la puerta y recordé lo que había pasado los diez segundos anteriores. Ella, en su trono, mi trono, ni me había mirado a la cara, había seguido el ruido de mis pasos de calcetín hasta verlos y entonces había sonreído. Desplacé mi mirada a mis pies y vi un agujero en la punta del dedo gordo y una uña inmensa que servía de cuchillo. ¿Los pies también necesitan una puta pedicura? Esa señora de mirada baja y carnes generosas me había dicho en silencio que era el típico treintañero que aún vive con compañeros de piso jóvenes, que no consiguió una novia digna y que seguro que aún come macarrones con tomate de bote y atún como si nunca hubiera acabado el Erasmus. Esa sonrisa era como su maldita tarjeta de visita que casi te obliga a llamarla para que te salve de tu asombrosa vida mientras ella come rebanadas de pan entre paciente y paciente. Me eché un poco de café de la cafetera de mi compañera y no me puse azúcar, esa señora no sabía lo duro que podía ser yo. Me lo tomé a sorbos pensativos, cogiendo esa taza de Polonia que alguien decidió ir a comprar en una triste tienda de artículos turísticos y cargarla en la maleta de mano entre papeles de periódico. La peña no entiende que eso no es un recuerdo, es una puta taza que te lleva a la depresión cada vez que te la acercas a los labios en la misma cocina, del mismo piso, de la misma calle, de la misma ciudad, del mismo país del que no te mueves porque no tienes un pavo. Quería salir de la cocina pero me sentía demasiado fuerte como para volver a cruzarme con ese nenúfar seboso y que me jodiera la vista otra vez. Vi colgadas las tijeras que usamos para abrir las cajetillas de pavo y de queso y las cogí como cuando tenía doce años y leía el diario personal de mi padre mientras él dormía, con esa realeza que te da el pasotismo. Me senté, como pude, en el mármol, me quité los calcetines y empecé a cortarme las uñas una a una, deseando acabar y no limpiarlas. Deseando que mi compañera invitara a comer a la señora psicóloga y que le preparara una ensalada con barritas de cangrejo que cortara con esas tijeras. Que me besara los putos pies sin saberlo.

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